Nuestra relación con el tiempo es curiosa. Como es algo muy abstracto y nos cuesta entenderlo, los neurolingüistas afirman que lo imaginamos en función del espacio: visualizamos el futuro como algo que está delante, y el pasado como algo que se encuentra detrás de nosotros. Si nos diéramos la vuelta, cobraría sentido la frase de Borges cuando le reprochaba a alguien que tenía “todo el pasado por delante”.
Hoy, el tiempo es la materia prima de lo que hemos denominado el marketing de la experiencia, esa alquimia emocional que transforma cualquier producto (un coche o un restaurante) en el tiempo irrepetible que pasamos en él. Las redes sociales son el nuevo reloj de arena de la comunicación, el espejo digital y marcapasos social de nuestras experiencias.
Dentro de esta economía del tiempo, el pasado está de moda. Lo invocamos para vender, para comprar, para crear nuevos productos y servicios, a los que vestimos con ropajes vintage que mueven la poderosa palanca de la nostalgia.
El tiempo es la materia prima de lo que hemos denominado el marketing de la experiencia, esa alquimia emocional que transforma cualquier producto (un coche o un restaurante) en el tiempo irrepetible que pasamos en él
El anhelo del viaje al pasado, de hacer turismo a través de nuestra historia para vivir aquello que creímos mejor o experimentar un tiempo idealizado que no conocimos, es una fantasía inmemorial de los humanos. En un cuento de Ray Bradbury se podía transitar hacia el pretérito, pero solo con una condición: no se podía tocar nada que jugase un papel en la evolución. Hacerlo podría modificar, tal vez trágicamente, el futuro. Es decir, nuestro presente. En una película icónica de los años 80 y tal vez inspirada por el cuento de Bradbury, Regreso al futuro, de Robert Zemeckis, Michael J. Fox se sirve de un vehículo futurista para viajar a los años 50 y conocer a sus padres cuando eran jóvenes.
En el último spot de McDonald’s, donde anuncian la vuelta del mítico pastel de manzana (Apple Pie), un padre de familia actual se compra, ante la incredulidad de su mujer y sus hijos, un coche parecido al de Michael J. Fox: un auto evocador, pero completamente disfuncional e incómodo, para decirnos que lo “bueno siempre vuelve”. Lo que en los 80 era futurista, en 2021 es pura nostalgia. Ningún coche alcanza la velocidad supersónica que permite doblar la línea del tiempo, pero en algunos modelos nuestras emociones viajan al territorio inexpugnable de la infancia. La generación X tiene derecho a revisitar el paraíso perdido de su niñez o adolescencia, a vivir una segunda vez el vértigo del primer beso o la primera escapada con los amigos, aunque sea a través de un pastel de manzana, un coche que no cabe en el garaje o una canción de Mecano.
La nostalgia y las decisiones de compra
La nostalgia se puede radiografiar: según una encuesta de Sigma Dos, precisamente para McDonald’s (y que forma parte de su campaña), más del 80% de los españoles viajaría al pasado si pudiera. De estos, el 66% lo haría para reencontrarse con un familiar o un amigo o conocer a un familiar que no llegaron a conocer. La segunda experiencia que a más españoles les gustaría vivir en caso de viajar al pasado, es encontrase consigo mismo más joven y darse un consejo (el 47%). A un 32% le gustaría ir a un concierto de esa época.
Aunque la nostalgia -etimológicamente, dolor por el regreso- siempre está de moda, tiende a convertirse en superventas cuando el futuro es un lugar incierto, más habitado por nuestros demonios que por nuestras esperanzas. La psicología social nos dice que esta emoción funciona como un bálsamo, un antídoto frente a la incertidumbre, la pérdida de la identidad, el miedo al futuro o el pesimismo ante la crisis económica. La nostalgia, desde nuestra memoria emocional, nos empuja a tomar decisiones de compra. La nostalgia nos hace ser menos cautelosos con nuestro gasto o, dicho de otra manera, nos convierte en compradores más sentimentales, más impulsivos.
Una historiografía del consumo nos revela que la nostalgia fue muy popular tras la crisis de los años 20, después del 11S en Estados Unidos, durante los años posteriores al crash financiero de 2008…
No solo los X generation son nostálgicos; también lo son los millennials, muy marcados por dos crisis y para quienes el futuro siempre ha sido un horizonte un tanto decepcionante: comparten en las redes sociales un pasado que nunca se subió a Instagram. Viajan mentalmente a un tiempo en el que fueron niños, o que directamente no vivieron, pero que idealizan estimulados por Youtube. Una historiografía del consumo nos revela que la nostalgia fue muy popular tras la crisis de los años 20, después del 11S en Estados Unidos, durante los años posteriores al crash financiero de 2008 y, más recientemente, en el confinamiento por la covid-19.
Cuando compramos nostalgia atendemos la tarea de revivir un trozo de nuestra biografía. Rompemos la linealidad del tiempo con una vuelta a los orígenes, un reencuentro con nosotros mismos (más jóvenes) o con nuestros antepasados. No es azaroso que las últimas palabras escritas de Machado, “Estos días azules y este sol de la infancia”, fueran un viaje al principio. Ni que Marcel Proust escribiera su gigantesco ejercicio de memoria literaria a partir del sabor evocador de una magdalena mojada en el té.
Claro, que conviene administrar bien esta emoción y no pasarnos. Todo debe darse en su justa dosis. Un exceso de nostalgia degenerará en melancolía, que es a la nostalgia lo que un violín desafinado a una melodía triste. Y con razón podríamos, ahí, recordar la canción de Mecano, que habremos escuchado mil veces en nuestro cassette BASF: “ay qué pesado, siempre pensando en el pasado”.