Tormenta, frío, oscuridad y el trabajador de una plataforma petrolífera, allá por el fin del mundo, recoge su petate y se sube a un helicóptero que lo llevará a tierra. En la siguiente escena nuestro protagonista llega a casa y sorprende a su madre preparando la cena de Nochebuena. Besos, abrazos, algunas lagrimillas y el inconfundible jingle de El Almendro que vuelve a casa por Navidad. Y en casa, todos llorando…
Que las emociones son clave para una comunicación notoria y memorable no es algo que nos hayamos inventado últimamente. Hace ya miles de años que los egipcios, en las ceremonias de entronización de sus faraones, o los romanos con sus espectáculos de circo, lanzaban poderosos mensajes a sus ciudadanos a través de las emociones.
Hoy, a partir del trabajo de neurocientíficos como el portugués Antonio Damasio, podemos afirmar que la mayoría de comportamientos humanos (la acción de comprar entre ellos) son el resultado de procesos emocionales que, en su caso, justificamos a posteriori a partir de la razón.
¿De dónde emana ese poder enorme de las emociones? De nuestro cerebro, y aquí vienen las malas noticias: somos primitivos, muy primitivos. Nuestro cerebro apenas ha evolucionado en los últimos milenios y sus prioridades siguen siendo las mismas hoy que en el neolítico: sobrevivir. Lo demás es paisaje.
Las emociones son cambios psicofísicos que provoca el cerebro como respuesta a determinados estímulos para ayudar a adaptarnos a los continuos cambios del entorno. Las emociones son, por ello, relevantes para nuestro cerebro, para esa misión de supervivencia que ejerce y, por tanto, un estímulo emocional tiene muchas posibilidades de no pasar desapercibido y hacer reaccionar a nuestras neuronas.
La consecuencia es clara: la emocionalización de la comunicación conlleva un incremento de la notoriedad y, con ello, de la capacidad del mensaje de influir realmente en el comportamiento de las personas.
Es lo que tiene lo efímero…
En el mundo de la comunicación cara a cara, el mundo de los eventos, sabemos que trabajamos con una herramienta muy potente pero también muy efímera. Tras el evento perdemos el contacto con nuestro público y el mensaje ha de luchar a solas en el cerebro de nuestra audiencia para mantenerse vivo, para seguir influyendo en la persona y modificar, de verdad, su conducta. Un mensaje emocional bien diseñado debe cumplir con ese objetivo porque ese es el trabajo de los event designers, crear estímulos que impacten en las personas y provoquen la respuesta prevista.
Emocionalizar la comunicación no es una alternativa, es la obligación de cuantos nos dedicamos a persuadir de las bondades de un comportamiento determinado. Y en los eventos más. El directo genera un impacto muy fuerte pero muy breve en el tiempo, es lo que tiene lo efímero. Si a través de las emociones conseguimos notoriedad en el caprichoso archivo de la memoria de nuestro público, será más fácil alargar el efecto motivacional de nuestro mensaje. Pero ¡ojo! hablamos de motivar, no de manipular. La diferencia es clave. La motivación supone el impulso voluntario del individuo para alcanzar un objetivo, para saciar un deseo insatisfecho. La manipulación es diferente, es la intención de dominar la voluntad de las personas anulando, en lo posible, su espíritu crítico. En eventos no manipulamos y no lo hacemos porque tenemos nuestra ética, por supuesto, pero también porque la manipulación no es eficaz, no tiene un efecto duradero. Puedes manipular a un grupo durante un rato pero si este grupo, al acabar el evento, se aleja de esa fuente que intenta dominar su voluntad, la capacidad crítica reaparece, el individuo se da cuenta de la manipulación y reacciona, habitualmente, de forma opuesta a la pretendida por el manipulador: desmotivación y una imagen negativa del emisor del mensaje que puede ser fatal.
La no comunicación no existe, todo comunica. En el mundo del directo este axioma es más cierto que nunca. Es más, la no comunicación no existe y la no emocionalización tampoco. Cuando diseñamos un evento sabemos que todo lo que sucede durante el tiempo de presencia de nuestro público es susceptible de generar emociones. Emociones positivas o negativas, emociones que pueden converger en nuestros objetivos de comunicación pero también otras que pueden estropearlo todo. Por tanto, en un evento todo es susceptible de un tratamiento creativo-emocional. Si no lo hacemos nosotros a priori, dejaremos una puerta abierta a las sorpresas y cuando hablamos de eventos, de comunicación en vivo, las sorpresas son solo para el público, a los organizadores nos dan un miedo atroz.
Autor del texto: Raimond Torrents Fernández, CEO en Event Management Institute.