En una época sacudida por la digitalización de la economía y la disminución del consumo masivo, las reglas del juego para el branding han cambiado. El logo ya no es el único trasmisor de los mensajes de una marca, y el consumidor-cliente se ha metamorfoseado en su ‘defensor’ o ‘detractor’.
Actualmente, la publicidad clásica ya no arroja los mismos resultados, y otras formas discursivas se han vuelto primordiales. A medida que la relación con la marca se individualiza, la gente la consume como desea y ya no de acuerdo con un orden o arquitectura impuesta.
La nuevas reglas del juego, muy bien dominadas y encarnadas por las marcas que han sido pensadas a través del prisma de lo digital, a su vez han turbado el modelo de las marcas “tradicionales”. Más allá de sus funciones originales (identificación, seguridad, aspiración, innovación), actualmente implementan nuevas dimensiones como la empatía, el sentido de utilidad, la resonancia en sus tiempos y, especialmente, la capacidad de inspirar fidelidad. Dinámicas, complejas, y comprometidas, las marcas le crean al consumidor experiencias satisfactorias, al mismo tiempo que mantienen una “conversación” continua e interactiva con sus comunidades.
En este nuevo contexto, una marca es mucho más que un nombre y un logo, e incluso mucho más que un universo imaginario: ahora se ha convertido en un sistema variable, utilizando tantas formas del lenguaje como medios posibles para formar y renovar el diálogo con sus partes interesadas. Sin embargo, al no poder controlarlos frente a un consumidor que ha tomado el control del sistema, la siguiente pregunta se ha vuelto esencial: ¿cómo atraer y unificar en lugar de controlar y corregir?
Es aquí donde entra en juego la Imagen – sí, con I mayúscula- en un mundo que se ha vuelto omnipresente y omnipotente, suplantando al texto, y ocasionalmente incluso hasta el habla. Las marcas deben aprovechar imperativamente la fuerza de la imagen, no de manera efímera, sino como una base para construir un universo visual completo y único a lo largo del tiempo. El vocabulario de esta marca debe incluir su(s) color(es), símbolo(s), universo(s) tipográfico(s), forma(s), ilustración y/o estilo fotográfico, texturas… en resumen, una “brand box” como aquellas que las marcas de lujo han sido pioneras en crear, enriquecer y renovar, transformando esas marcas en ‘assets’ reales.
Hoy día, las marcas no solo están obligadas a cumplir con el ejercicio, sino que también tienen mucho que ganar. En primer lugar, al volverse únicas y hasta insustituibles, porque su singularidad visual forma parte integral de su ADN. En segundo lugar, volviéndose más eficientes en la dispersión de sus discursos, evitando ser demasiado rígidas o diluibles, porque una marca no está hecha para ser leída, sino para ser reconocida. Y, además, creando compromiso y lealtad permanente a través de un diálogo interactivo que se adapte con delicadeza a sus audiencias, a los momentos específicos de sus vidas, y a sus estados de ánimo.
En definitiva, con que una marca acepte liberarse de la tiranía del logo, cuestionar la herencia visual y su significado en relación con la esencia de la marca para crear nuevos elementos visuales que le generen más engagement con el tiempo, así podrá armarse con un lenguaje visual de identificación que le permita construir sus assets del mañana, los mismos que portarán sus valores intangibles, como lo son su relación con una nueva generación para la que, de hecho, la existencia se compara con la imagen.
Sophie Romet
Directora Asociada a Cargo de la Estrategia Logic Design Francia