Le invito a realizar la siguiente prueba: tome papel y bolígrafo, encienda la tele, elija una cadena al azar y, cuando se presente el primer bloque de spots, tome nota cada vez que perciba uno de los grandes nuevos valores: ecología, tolerancia, solidaridad, altruismo y buenismo en general. En otra columna anote aquellas campañas en las que, en cambio, se hable de producto, e incluso aquellas que no describan al consumidor ideal de la marca como un comemusgos salvador de nuestro amado planeta. Al final, haga el recuento. Probablemente usted llegará a la misma conclusión a la que yo he llegado: ya no hay productos, ya no hay servicios, ya ni siquiera hay clientes. Ahora sólo hay buen rollito.
Spots interminables donde niños con acentos extraños largan inquietantes discursos a padres asustados, productores de petróleo cuya única ocupación, oh sorpresa, descubrimos que ha sido la plantar árboles; entidades financieras cuyo actividad se ha reducido, durante décadas, a regalar dinero a los pobres y a financiar a artistas en nombre de la sacrosanta responsabilidad social corporativa (lo de las subprime siempre es cosa de los otros); derivados lácteos que, de alguna forma misteriosa que se nos escapa, colaboran en la lucha contra el cambio climático y cuyas consumidoras abrazan a los árboles como si su contacto milagroso les fuera a curar la celulitis… En resumen, una sobredosis insoportable de buenrollismo.
La industria asume que los nuevos valores venden. Pero ¿venden realmente? ¿Cuánto tarda el target en darse cuenta de que le están tomando el pelo? En breve, cuando el españolito de turno tenga que renegociar la hipoteca se acordará de la madre del artista financiado, y cada vez que eche gasolina pensará en quemar el bosque plantado por la energética.
Aquí no se trata de ideología o ingeniería social: hablamos de marketing, hablamos de vender. ¿Por qué de repente ya no hay que diferenciarse, ya no vale la pena decir algo sobre nuestro producto, y tenemos que reinventarnos lo que somos? El consumidor español, educado en la triste sospecha de que las empresas tienen algo que esconder, lo confirma por este afán suicida de las mismas en hacerse perdonar algo que ellas ignoran…
Nos queda el consuelo de los fabricantes de coches alemanes. Esos saben bien que lo bueno se vende a sí mismo.