Hemos descubierto un mundo nuevo de conexiones y vínculos, por el que circulan conversaciones a tal velocidad y magnitud que somos a veces incapaces de seguirles el rastro. Por eso muchos creen que las marcas, a base de contenido conversacional cobran nuevas dimensiones, se trasforman y finalmente se elevan a nuevos planos de significado y relevancia.
No sé si será verdad, pero de momento me parece que más allá de la empatía y cercanía que creen esos vínculos y conversaciones, por lo demás normalmente poco sustantivas, las marcas no se levantan un palmo del suelo, por mucho que un puñado de internautas se conviertan en adictos, sin esfuerzo y, por lo tanto, con bastante poco compromiso.
La conectividad o el ser carne-de-conversación no puede suplantar el hecho de que el valor duradero de una marca está en su capacidad de ser no solo lo que es, sino todo lo que puede llegar a significar. Es decir, adquirir nuevos planos de significado, inspirar, sugerir y ser identificado con ideas, sentimientos y en ocasiones aspiraciones.
Conectar es relevante, pero mucho más lo es lo que circula o se inocula a través de esa conexión. De hecho la conexión tiene sentido cuando difunde, asienta o comunica esas asociaciones de ideas que transforman una marca en algo más que el nombre de un objeto, para ser la evocación de algo que nos concierne.
Cuando nos preguntamos cómo se hace volar una marca, estamos hablando naturalmente en sentido figurado; entiendo por el arte de volar elevarse por encima del plano de lo que es, de lo que hace para alcanzar el plano de lo que significa y puede llegar a implicar. Ese plano que se despega del suelo a base de representar o significar metafóricamente y muchas veces también a partir del sentido de propósito que se imprime a la marca, para que deje de ser un artefacto o cosa para convertirse en el símbolo de algo que nos importa o nos marca.
Hay una visión de hacer marca muy primitiva, aunque muy operativa, aquella que entiende que consiste esencialmente en adquirir relevancia y cierta valoración positiva y determinante. Nada que objetar; esa es la base, pero no el punto de llegada. Si no nos dotamos de rasgos que generan identificación, ni que por encima de los demás representan sentimientos relevantes, no habremos llegado más que al nivel evidente, operativo o básico. Ese nivel tan estimulante en el que los consumidores no paran de repetir lugares tan comunes como la calidad, la confianza y el prestigio o cualidades propias de la categoría sin llegar ni por un momento a nada que más o menos implique un cierto apasionamiento. Y nos quedamos tan anchos.
Frente a esa interpretación básica y suficiente, pero que no ambiciona mucho, existe otra que se propone llevar la marca un poco más allá. Reconoce que es un intangible poderoso y es devota de hacer crecer su riqueza de significado. No se conforma con describir, cuando puede implicar y sobre todo gestiona los significados dando una interpretación en clave motivacional y emotiva a lo que hacemos y somos.
Es en cierto modo, un viaje desde los fundamentos visibles y tangibles, desde aquello que se ve o se toca, hacia una interpretación que da un sentido a las características funcionales u operativas en clave más trascendente. Vuela por encima de lo que es o hace, para intentar llegar al plano de lo que implica.
Está claro que volar tiene sus riesgos. Pero también tiene sus recompensas.
Corremos el riesgo de desconectarnos de la realidad y asumir como real lo que solo es posible. Lograr que el consumidor cambie su perspectiva y se eleve por encima de un juicio de valor meramente operativo requiere adquirir un cierto carisma del que la buena publicidad suele tener la culpa. Una desconexión que puede conducirnos a hablar en un plano en el que consumidor-espectador ni está ni se le espera, realizando brindis al sol costosos e inútiles. También corremos el riesgo de dar por supuestos intrisicals que son imprescindibles y que no podemos dar por sentados como un a priori.
Pero lograr que nuestra marca sea mucho más que una predecible descripción de atributos sumada a cualidades tan sobadas como poco divertidas, establece un género de relación única, duradera y valiosa por la que merece luchar. Alcanzar ese plano exige que no solo oigamos lo que dice el consumidor, sino también aquello que no dice o podría llegar a decir. El principio de este camino implica abstraer, elevar, conceptualizar para elaborar una construcción que con visos de verisimilitud podría representar o dar un sentido que simboliza motivaciones o referentes que no solo explican lo que es la marca, sino que empiezan a señalar lo que podría representar la marca.
Que este vuelo sea seguro y fructífero depende tanto de nuestro coraje como de nuestro sentido común. Depende esencialmente de distinguir lo que es un deseo de lo que es una latente posibilidad. Pero el viaje merece la pena.
(*) Antonio Monerris es brand planner de BrainVentures.