En la fiesta no espera a que le presenten a nadie, él mismo se presenta e irrumpe en las conversaciones de los demás sin pedir permiso. Es tremendamente egocéntrico. Sólo sabe hablar de sí mismo, de sus grandes hazañas o de sus virtudes en comparación con los demás. Va impecablemente vestido. Su imagen corporativa, perdón, su traje, es el más caro de la fiesta; no repara en gastos cuando se trata de su apariencia.
Parece cortés, y tal vez nos acerque amablemente una copa de vino pero, cuidado, sólo nos la dará si recibe algo a cambio. Nuestros datos, por ejemplo, a nuestro invitado le interesan mucho nuestros datos. Se nos acerca y nos sonríe revolviendo misteriosamente en su bolsillo un pequeño obsequio que asegura tener para nosotros. Nos lo mostrará para tentarnos. Es una tontería, seguramente, pero trata de conseguir con ese regalo nuestro número de teléfono. Sus intentos de comprar la amistad o los datos personales por ese pequeño regalo ofende al 98% de la gente. Pero eso a él no le importa, no le importa caer mal a todas esas personas. El tipo ha hecho números y sólo consiguiendo los datos de un 2% de la gente, ya le sale a cuenta haber ido a la fiesta y haberse comprado el caro traje.
El invitado plasta. Si en un momento de debilidad accedemos a su petición y aceptamos el regalito nos preguntará si nos importa firmarle un documento para autorizarle a contactar con nosotros posteriormente. No es iniciativa suya, las autoridades le han obligado a cumplir ese trámite porque en su momento hubo muchos abusos por su parte. Mejor no firmemos ni le demos nada. Si lo hacemos ya no nos lo sacaremos de encima. Nos llamará una y otra vez siempre con el mismo y poco apasionante argumento: él.
Nuestro invitado es un auténtico plasta. Una vez que ha entrado en la fiesta es muy difícil echarlo. Se queda allí molestando a los asistentes con sus gritos, sus monólogos sobre lo bueno que es y su obsesión por llenar su agenda de nombres. Irrita especialmente que no sepa escuchar. No lo ha hecho en toda la velada.
Él lo llama hacer relaciones, es decir, marketing relacional. Es una curiosa manera de llamarlo, porque la verdad es que de relaciones parece saber muy poco. No es consciente de su impopularidad, hasta que un día llega Facebook, las redes sociales, el tipo se entusiasma, entra allí y le pregunta a la gente: ¿quieres ser mi amigo? Y se crea el silencio a su alrededor. Qué raro, piensa.
Las marcas en el entorno
social. No es ninguna exageración. Las marcas realmente se comportan así. Entran en Internet sin pagar nada a cambio, de modo que deberían entender que están allí por invitación y no por derecho. El gran cambio al que nos enfrentamos es que el entorno de la comunicación publicitaria es hoy un entorno social, en el que las marcas no sólo están, sino que además conviven, conversan y se relacionan con la gente. En ese nuevo entorno las marcas construyen algo más que un posicionamiento a través de un discurso, construyen su personalidad pública a través de su comportamiento. Y no se dan cuenta que en un entorno social existen ciertas normas de convivencia que se han de respetar. Para las marcas todo eso es nuevo, jamás habían compartido nada antes, y la verdad es que actúan con verdadera mala educación.
Normas de convivencia. Últimamente me encuentro con anunciantes que me preguntan cómo emplear las redes sociales. La respuesta que tengo para ellos no sé si les va a gustar. Lo primero tomar conciencia que no somos precisamente los más populares de la fiesta. Somos el invitado plasta. Es triste, pero mejor asumirlo. Lo segundo es aprender unas mínimas normas de convivencia social, al menos las más básicas. Por ejemplo, las marcas no deben gritar; dejar de emplear mayúsculas y admiraciones. Evitar esa fea costumbre de decir a los demás lo que han de hacer, es decir, dejar de emplear imperativos. Evitar las urgencias, que no se nos note que estamos impacientes por relacionarnos; el ya y el ahora no es lo mejor para hacer amigos, a veces si quieres algo de alguien es mejor dar un rodeo. Ser generosas; una promo no es un regalo, es un burdo chantaje. Y sobre todo dejar de una puñetera vez de hablar de sí mismas.
Tal vez así, algún día, podremos entrar en las redes sociales, en los espacios donde conviven las personas, sin que nos echen a patadas. Hoy por hoy, lo tenemos difícil. Hagan la prueba. Entren en Facebook con su marca y traten de hacer amigos. A ver cuántos consiguen.
(*) Daniel Solana es fundador y
director creativo de Double You.