Sólo se oían mis pasos porque solo estaba yo, bordeando una playa de arena fina en la que se podían ver claramente las huellas de las gaviotas.
Me habían hablado de una pequeña cala conocida por las gentes del lugar. “Tenga cuidado, la bajada es peligrosa”. Había que atravesar un bosquecillo siguiendo el camino que los pasos de otros habían trazado hasta el borde del acantilado.
El cielo empezaba a clarear cuando llegué. Había un tramo de escalones muy desgastados algunos, rotos los más, que hacían más seguro bajar por la roca. El resto de la bajada era escarpada pero no me hizo renunciar.
La cala estaba allí invitándome a nadar en sus aguas transparentes entre dos rocas que a modo de islas surgían del agua.
Me quité la camiseta húmeda de sudor, las zapatillas, dejé todo sobre las piedras y entré en el agua sorteando las piedras resbaladizas como pude hasta encontrar suficiente profundidad para sumergirme.
El agua tenía la temperatura ideal. Nadé despacio, recreándome. Faltaba poco para que el sol apareciera. El silencio sólo era roto por mis brazadas, el choque del mar contra las rocas y los chillidos de las gaviotas.
La luz crecía y nadé buscando la mejor posición para ver surgir el sol entre los pinos que cubrían los acantilados.
Cuando creí encontrar el lugar idóneo surgió la decepción.
Una valla publicitaria se interponía entre el sol y yo.