Según el último informe de la revista Forbes en España, titulado con acierto Reinventing Spain, y realizado por Sigma Dos, la mitad de los españoles (47,7%) cree que la sociedad española está poco o nada preparada para afrontar con éxito las demandas cambiantes del mercado laboral (como la creciente flexibilidad o digitalización). Nos percibimos como poco digitales y tememos perder el tren: según el mismo estudio, el 38,2% de las personas encuestadas considera que las empresas españolas están igual de preparadas que el resto de empresas europeas respecto a la transformación digital. Pero en la misma proporción, (39,0%) consideramos que nuestras compañías están bastante o mucho menos preparadas.
Lo que hoy somos es el producto de lo que sembramos ayer y, en este sentido, conviene echar un instante la vista atrás para ver cómo estaba el mundo y cómo estábamos los españoles. Han pasado casi cuarenta años desde que, en 1985, en el ecuador de aquella década prodigiosa de los 80, Microsoft lanzase su Windows 1.0, naciera la CNN, y empresas como Cisco Systems, Gateway, Sun y Dell dieran sus primeros pasos en Sillicon Valley. Aunque pocos se percatasen del verdadero significado de estos hitos empresariales, estaba naciendo lo que el economista japonés Keinichi Ohmae bautizó como el ‘continente invisible’. Es decir, un tipo de globalización económica y digital en el que no solo los beneficios, sino la tomas de decisiones, la creación y distribución de los productos –y, obviamente, las relaciones humanas en general- no tienen lugar en un país concreto y a la vista de todos, sino en un espacio informacional y transnacional… invisible.
Las máquinas del tiempo
Por cierto que 1985 fue también el año en el que Robert Zemeckis estrenó su genial Regreso al futuro… Seguro que se acuerdan: era una nueva y divertida versión de las máquinas del tiempo de Julio Verne, que materializaba el ancestral anhelo humano de viajar por las épocas (tal vez, con la tentación inconfesable de cambiar el curso de la historia y corregir nuestros errores pasados para no sufrir sus consecuencias en nuestro presente). Aquella película impactó directamente en la ‘generación Nocilla’, la de los chicos y chicas de la EGB. Cuando volvían a clase y se encontraban con los nombres de los ríos de España escritos con tiza en el “encerado”, intuían que algo no cuadraba, que el mundo bajo sus pies se movía a una velocidad parecida a la del Flux Capacitor de Doc, del doctor Emmett Brown, esa especie de Joaquín Luqui californiano que llevó a Michael J. Fox al pasado, justo al momento en que se conocieron sus padres.
Por aquellos años, nuestra educación era tercamente analógica, y sin embargo, ya estábamos fascinados por las pantallas. Los jóvenes ahorraban la paga semanal y se iban a los recreativos, ese santuario de barrio que en vez de altares tenía videojuegos Arcade. Aprendieron a interactuar con pantallas y botones echando partidas al Street Fighter o al Mario Bros. Los más avezados se hicieron con un Spectrum 128 K o un Amiga Commodore 500, donde pasaban largos minutos cargando juegos de una simplicidad conmovedora, como el célebre Comecocos o el Tetris. Para muchos españoles, no tan mayores, nuestra primera relación con la informática y lo digital fue así de canalla y autodidacta, y resulta curioso recordarlo justo ahora que los poderes públicos y los gurús de la economía proclaman al unísono la necesidad de acelerar la transformación y la formación digital. Podríamos responder con el refrán castellano… “a buenas horas…”.
Si ahora nos permitieran viajar al pasado, como en la película de Zemechis, para cambiar cosas que definieron nuestro presente actual, sin duda intentaríamos convencer a los ministros de educación, padres y maestros de la época de que, junto a los ríos y la tabla de multiplicar, los dictados y las raíces cuadradas, enseñaran algo de informática. Nos habría costado trabajo explicarles a aquellos padres que en unas pocas décadas el vídeo VHS o el Beta serían algo obsoleto, porque las películas llegarían a nuestros televisores directamente desde una nueva digital. O contarles que todos iríamos con unos pequeños teléfonos planos que, además de para hablar por teléfono, sirven para hacer fotos y vídeos, buscar un restaurante o consumir una serie de televisión. Si hubiésemos tenido éxito en nuestro empeño profético, tal vez la España de hoy habría generado más economía digital, e inversamente, menos españoles se confesarían poco preparados para el desafío de la nueva economía que tenemos por delante.
Desde luego, no disponemos del Flux Capacitor, movido por plutonio. Y tampoco es probable que un español o española de 2053 viaje a nuestro presente para “chivarnos” cómo será el mundo de dentro de tres décadas y darnos esa ventaja. La lección es que no podemos conocer el futuro, pero podemos inventarlo, como propone Forbes, y para ello, antes hay que pensarlo e imaginarlo.