¿Pero existen realmente tantas diferencias entre ambas formas de hacer marketing y de comunicar? La decisión final de adquirir, o no, un producto o servicio por parte de una empresa parece estar basada, a priori, en criterios más racionales y analíticos que el proceso de decisión de un consumidor final, más susceptible, en principio, de dejarse llevar por sus impulsos de compra.
Sin embargo, si analizamos paso a paso el diseño de cualquier acción de marketing BtoB, ya sea de captación o de fidelización, nos daremos cuenta de que, en realidad, no difieren tanto de las destinadas específicamente al particular. Esto es así porque, en cualquier proceso de decisión, no todo puede cuantificarse haciendo números. Toda empresa es portadora de unos valores intangibles difícilmente mensurables, y es ahí donde el factor emocional juega un papel muy relevante a la hora de que la propuesta de una empresa a otra empresa tenga éxito y se materialice en contratación.
¿Cuántas campañas pueden acabar en la papelera si la pieza enviada no pasa el filtro del director financiero o de compras al que iba dirigida y no llegan ni tan siquiera a ser valoradas? ¿No está ocurriendo, en realidad, lo mismo que cuando un particular abre el correo en su buzón personal? En definitiva, las empresas son personas que, tanto si son propietarias como si trabajan para ellas, serán en última instancia quienes, de manera individual o colegiada, decidirán sobre la conveniencia de adquirir, o no, un determinado producto o servicio. Es ahí donde pesará la percepción emocional que esas personas hayan sido capaces de construirse sobre la imagen de marca de quien les está realizando la oferta, de igual modo que lo hace en un cliente particular en el momento de la verdad de la compra. Cada vez más, como dice Jack Trout, el marketing está dejando de ser una batalla de productos para convertirse en una batalla de percepciones. Batalla de la que, por supuesto, los negocios empresa a empresa, los BtoB, no están exentos. El branding de la primera B debe haber sido capaz de desarrollar en la segunda B unos valores que sólo pueden ser interpretados por quienes pertenecen a ella y que no dejan de ser C.
Este factor emocional es especialmente crítico en las empresas de servicios. Decidirse por el proveedor de un servicio es, en esencia, pagar por una promesa. A la hora de dar este salto al vacío, donde ni siquiera es posible tocar el producto que estamos comprando, son esenciales los valores que asociemos a quien realiza la oferta. La decisión de las 26.000 empresas españolas que cuentan con nosotros para cubrirse del riesgo de impago tiene que ver, muchas veces, con argumentos tan difícilmente cuantificables como confianza, solidez, innovación o experiencia.
Ahora bien, los valores sobre los que una empresa decida construir su imagen de marca deberán estar refrendadas, en el momento decisivo, por hechos que se correspondan con las emociones despertadas en el destinatario. Las promesas deberán dejar paso a realidades en las que la calidad del servicio satisfaga siempre las previsiones. De lo contrario, esos valores emocionales se transformarán en una mala experiencia que difícilmente cambiará de signo. La persona, y por ende, la empresa, que la ha vivido quedará, definitivamente condicionada y predispuesta de manera negativa a escuchar nuevos mensajes que tengan que ver con ese producto o servicio.
(*) Enrique diaz,director de comunicación y promoción de Crédito y Caución.