Pero sin el uno no hay el otro, no se puede ser innovador, generar ideas, conceptos, productos disruptivos sin asumir el (posible) riesgo de fracaso.
La dificultad (y la oportunidad) reside en ser capaces no sólo de innovar, no sólo de ser los primeros en hacerlo, en tomar el riesgo, sino de seguir siéndolo, no ya con el mismo producto o servicio, sino generando nuevos avances. Claramente el producto disruptivo con éxito es rápidamente copiado, incluso a veces mejorado, con lo que el disruptor está obligado a seguir haciéndolo, a riesgo de quedar difuminado entre sus copias si sigue avanzando.
No sólo ser los primeros, sino también seguir siéndolo.
No se trata de un one-time action sino de una continuidad en el tiempo, que para que se viable, tiene que vivirse, ser parte de la cultura de la empresa. Y para que sea cultura de empresa, no solo debe ser tolerado por la empresa o la dirección, sino que tiene que ser activamente fomentado, cuidado. Tiene que ser una actitud central en la cultura de la empresa, impulsada desde la dirección y abrazada por todos.
Del fracaso, tan temido, nos toca aprender. Podemos intentar minimizar su frecuencia, pero tenemos que ser conscientes de que para ser disruptivos, tenemos que convivir con él. Por tanto, asumiendo esta realidad, toca darle la vuelta y positivarla. Utilizar el fracaso como fuente de inspiración y aprendizaje. No es fácil, de manera natural no somos reflexivos, autocríticos, sino más bien compulsivos, viscerales. Ésa es una parte del reto.
Junto con el riesgo de fracaso, muy posible, hay la necesidad de recuperarse; la resiliencia, esa capacidad de volver a ponerse de pie, de levantarse de nuevo tras un fracaso y volver a andar, es esencial. Y escasa. Una actitud vital para no solo sobrevivir, sino tener perspectivas y visión de largo plazo. De esto sabemos un poco las agencias; no siempre todo es un camino de rosas. En nuestro contexto, es tan importante ser capaz de aportar ideas nuevas, generar disrupción, como de ser capaz de encajar y aprender de los fracasos; ser capaz de seguir motivando el equipo después de no ser seleccionados o perder un concurso; ser capaz de autocrítica, sin buscar culpables o cabezas de turco; ser capaz de mirar adelante y hacerlo mejor.
Al final, se trata tanto de medir y aprender tanto de los éxitos como de los fracasos. La literatura sobre start-ups sugiere que para que un emprendedor tenga éxito tiene que tener tras de sí algún fracaso.
Esta triangulo de disrupción/fracaso/resiliencia, bien gestionado, tiende a convertirse en un círculo virutoso.
Todos conocemos ejemplos de esos ciclos virtuosos; a menudo nos quedamos solo con el éxito final. Podríamos poner algunos ejemplos: el modelo de negocio de Nespresso que conocemos hoy no fue el primero que Neslté desarrolló; luego de varios intentos, con fracasos incluidos, se consiguió el actual modelo, con el éxito que todos conocemos.
Otro ejemplo conocido sería el iPod; Apple ya había intentado varias veces desarrollar el producto, en los museos de tecnología se pueden encontrar. Algunos más aparatosos que otros; el caso del iPod no fue como el del iPhone ni del iPad, que fueron éxitos al primer intento.
De estos casos, no solo nos interesan el éxito, sino esa tenacidad en buscar el éxito, esta aceptación del fracaso, como palanca para aprender e ir más lejos, esa resiliencia, para volver a empezar, no partiendo de cero, sino positivando la experiencia conseguida (aunque sea a base de fracasos).
Por tanto, hablamos de cultura de la empresa, de la marca, de ADN…, es igual. Estas capacidades, aptitudes, tienen que ser transversales en la empresa, no solo en marketing. Tienen que fomentarse, ser integradas.
¿Y qué tiene que ver esto con el branding?
Pues si estamos hablando de cultura o ADN de empresa (o marca), estas capacidades nos definen y, posiblemente, nos diferencien de nuestros competidores.
Es importante, por tanto, que los procesos de branding sean capaces de incorporarlos en el discurso de marca, en generar una distancia clara hacia los otros, que nos haga inalcanzables. O que nos vaya manteniendo por delante.
La marca tiene, además, una doble componente, hacia fuera y hacia adentro; hacia nuestros públicos objetivos (inmediatos y más amplios), y hacia nuestros colaboradores, un compromiso con ellos. Cuidar esta doble vertiente es clave para el largo plazo, no funciona una sin la otra.
Es ahí donde la marca genera el valor, si es capaz de transmitir nuestra esencia.
Tenemos, pues, la necesidad de tener una cultura enfocada a la disrupción, a la innovación, que integre el valor del fracaso y con capacidad de resiliencia; y que todos estos valores sean reflejados, capturados, emitidos por nuestra marca, como valores diferenciales y relevantes para nuestras varias audiencias. Es todo uno.
El reto no es menor. Y esta reflexión nos concierne a todos (no solo a nuestros clientes).
Pau Dueñas es managing partner de Morillas.