En el año 2008, Lillian, una de mis exalumnas de ESADE, estuvo allí de intercambio y tuvo la ocasión de hablar con el director de la empresa del funicular. Le preguntó cuál era su principal competidor.
“Es Ikea –contesto él–. Ambos ofrecemos lo mismo: pasar el tiempo con la familia un sábado o una tarde de un día laboral.”
Lo que diría un notario. Alguien que fuera de fiar, como por ejemplo un notario, diría que un funicular es una especie de tren que asciende –y desciende– por pendientes muy severas, llevando público en los vagones. También diría que Ikea es una cadena de tiendas de muebles, que tienen un precio por debajo del promedio del sector.
Dos negocios distintos, aunque los dos tienen una cosa en común: venden directamente al público. Están en retail.
Es verdad…, pero no es toda la verdad. Y eso es peligroso, porque sólo permite mirar lo aparente, la parte externa del iceberg. Algo que distingue a los mejores directivos es su habilidad por ir más allá. Quieren saber por qué pasa lo que pasa. ¿Qué hay en la parte oculta del iceberg?
¿Funicular = Muebles? Por supuesto, vender el derecho a usar un transporte público (por ejemplo, el funicular) no es lo mismo que vender muebles. El primero sería un servicio, mientras que el segundo supone la venta de productos.
De aquí se derivaría que cada uno de ellos use un distinto tipo de marketing. Lo que se ha venido llamando marketing mix, parece ser bien distinto en ambos casos. Tanto, que incluso la asociación noruega de funiculares podría pensar en convocar un curso de formación: “El marketing de la empresa funicularista, sus factores clave del éxito”. Lo mismo podría organizar el gremio noruego de mueblistas: “El marketing del futuro de la tienda de muebles”.
Ambas iniciativas tienen lógica.
Excesiva lógica, diría yo.
Si, en lugar de mirar la parte externa del iceberg, nos atrevemos a ver la esencia de las cosas, veremos que ambas empresas van dirigidas principalmente al público familiar. Pocas personas solas se ven. Además el momento en que se va a ellas es durante el tiempo libre.
El propósito aparente de la visita puede ser ver el paisaje desde la montaña
–en el caso del funicular–, y comprar muebles –en el caso de Ikea–. Pero resulta que en ambos casos la visita en sí misma ya es parte importante del producto. La experiencia de visita ya es apetecible, tiene un porqué para la familia. Dicho de otra forma: en ese momento que la familia está allí (sea en el funicular, sea en Ikea), sus miembros experimentan cosas interesantes y atractivas.
Ambas empresas triunfan, no tanto porque vendan buenos productos o servicios, sino porque aportan un determinado sentido a ese sábado de sus clientes.
Por ejemplo:
• Disfrutamos juntos adultos e hijos.
• Aprendemos cosas. Al marchar salimos conociendo cosas que ignorábamos al llegar.
• Cuando lleguemos a casa –en Noruega llueve bastante– tendremos cosas para hacer con los hijos: sea montar un mueble, sea enviar un álbum de fotos a los abuelitos.
Pero ¿y la venta de productos y servicios? Simplemente se deriva de que los clientes logren ese determinado sentido que buscan –a veces sin saberlo expresar–. La venta es la consecuencia de gozar de ese sentido en un trocito de su vida. Por tanto, no parece demasiado astuto poner el énfasis en lo mercantil (suba tres veces y pague dos), sino en estimular la imaginación de sus clientes. Con un enfoque menos mercantilista, se puede llegar a facturar más.
La experiencia de la visita a una tienda es posible que contenga un aspecto funcional (por ejemplo: necesitamos una cuna para el futuro bebé), pero eso no anula el sentido que los clientes logran en el momento de su visita (por ejemplo: al tenerlo todo listo, nos ahorramos nervios, si el parto se adelanta).
¿Todavía cree que su empresa vende productos de gran consumo? Pensar así podría ser un caso de despiste empresarial, como si el director del funicular de Floibanen dijera que él gestiona una empresa de transporte público para superar grandes desniveles.
Si observa la cara de sus clientes cuando vienen, si los escucha con atención –y luego reflexiona–, podrá probablemente deducir que su empresa ya no está en el gran consumo, sino que ha cambiado de gremio. Tal vez está en el de “un día es un día”, o en el de “hemos de mantener alta la moral de la familia en estos momentos duros”, o en el de “que mis hijos no me digan que siempre está la nevera vacía”, o en el de “a ver si consigo mantener mi buena forma física”, etc.
Los directivos que sepan aportar un determinado sentido a ciertos momentitos de la vida de sus clientes, probablemente estarán plantando su semilla de la innovación en el retail.
(*) Lluís Martínez–Ribes
(www.martinez–ribes.com) es profesor titular de ESADE y socio de m+f=! consultores.