Santa Claus lleva años ganando la carrera. La aparente multiculturalidad aportada por Baltasar marcaba de vez en cuando un tímido avance de los de Oriente, pero como en España ya hay más ciudadanos negros que longanizas, hasta el punto que ni aun en la cabalgata más paleta se tizna ya la cara el concejal de turno, el uso del popular rey mago ha decaído, pues sólo tenía gracejo publicitario cuando se expresaba con el sureño acento de La cabaña del Tío Tom, lo que es de una incorrección política extrema.
Hay quien dice que el éxito de San Nicolás se debe a la descristianización de nuestra sociedad, lo que es paradójico, puesto que además de santo, fue obispo. Hay quien opina que se debe al influjo anglosajón, o al de la Coca-Cola, que adaptó el look primitivo y turco del santo a los colores de su propio packaging, creando la imagen que todos conocemos.
Pero hay otros motivos para esta mudanza de tradiciones. El primero, la enorme frustración que los ahora cuarentones sufríamos al volver al cole en enero sin haber disfrutado apenas de unos regalos recibidos pocos días antes, frustración que pretendemos ahorrar a nuestros hijos encomendando la tarea a alguien capaz de planificar la entrega al principio del periodo vacacional.
Y el segundo, la simpleza conceptual del personaje: un pollo gordo con barba blanca y traje rojo con ribetes blancos, cuya aportación intelectual se reduce a la frase “¡Jo, jo, jo!”. La alternativa es la elegante complejidad, rica en matices y sugerencias, de unos sabios venidos de Oriente, lo que es demasiada chicha para creativos que no quieren complicarse la vida.
En cualquier caso, San Nicolás es el santo al que se acude cuando hay dificultades económicas. Este año nos viene que ni pintado.