Hay momentos en los que una sociedad se reconoce a sí misma en un gesto tan simple como deslizar un dedo por una pantalla. No es un gesto inocuo: es un pacto cotidiano. Cada scroll determina qué vemos, qué creemos y, a veces sin pretenderlo, en quién depositamos nuestra confianza.
Texto de Irene de la Casa, socia y directora general de Evercom

La desinformación que circula en los entornos digitales, y que tanto condiciona hoy nuestras percepciones, no irrumpe como un derrumbe, sino como una humedad silenciosa: se filtra, se acumula y termina por normalizarse.
Por eso, cuando nos preguntamos qué precio pagan los jóvenes españoles por convivir con esta realidad, no buscamos alcanzar sólo una cifra, sino un rastro: las huellas que deja en la vida de quienes hoy crecen, se relacionan y se informan en un ecosistema donde la pantalla funciona simultáneamente como ventana, plaza pública y refugio. Para comprender ese impacto, informativo, emocional y cívico, en evercom decidimos analizarlo de cerca.
Obligados a interpretar, filtrar y decidir
De ahí nace ¿Cuánto cuesta una mentira?, un estudio que hemos elaborado junto a la Universidad Complutense de Madrid y con el asesoramiento de Fad Juventud, que examina cómo perciben y viven la desinformación los jóvenes de entre 15 y 24 años en nuestro país. Una generación hiperconectada que convive con un ruido constante que les obliga a interpretar, filtrar y decidir a cada paso. Y lo que descubrimos, tras escuchar a 800 jóvenes, confirma esa intuición: 8 de cada 10 dicen toparse con desinformación con frecuencia en su día a día.
En el primer plano de análisis, lo relevante no es únicamente dónde se informan (mayoritariamente en redes sociales) sino cómo habitan ese espacio. La información aparece entremezclada con ocio, entretenimiento o vínculos personales, en un flujo continuo donde el contexto se diluye. En ese entorno, 6 de cada 10 jóvenes reconocen quedarse solo en los titulares y la verificación no forma parte de su rutina: el 59% contrasta “a veces” y un 25% “rara vez”. Ese es el punto crítico: cuando la actualidad se consume en cápsulas rápidas y emocionales, la frontera entre el dato y la impresión se difumina. La desinformación deja de ser un accidente para convertirse en un ruido de fondo asumido. Un paisaje, más que una excepción.
Agotamiento cognitivo
El segundo plano del estudio muestra cómo ese paisaje termina calando por dentro. El 67% asegura que no puede confiar plenamente en la información que encuentra en redes, un indicador claro del agotamiento cognitivo que genera este entorno. Más de la mitad, además, afirma sentirse confundida o decepcionada cuando descubre que informaciones que había dado por ciertas resultaban ser falsas. Y no es un gesto aislado: un 63% siente frustración al ver cómo los bulos se extienden y un 54% habla de impotencia ante la rapidez con la que circulan. No hablamos únicamente de información: hablamos de bienestar emocional, de un cansancio que lleva a muchos a desconectarse temporalmente para protegerse (un 31% así lo señala) aun a costa de alejarse también del debate público.
«No hablamos únicamente de información: hablamos de bienestar emocional»
En el tercer plano, la consecuencia adquiere un carácter estructural: la erosión de la confianza. El diagnóstico es claro: el 87% de los jóvenes considera que la desinformación ha dañado la calidad democrática en España. No es sólo un problema mediático: es una grieta que atraviesa la conversación pública, la credibilidad institucional y la posibilidad misma de construir un terreno común.
Aun así, la juventud no se presenta como una generación resignada. 3 de cada 4 jóvenes consideran que las plataformas deberían advertir visiblemente cuando un contenido es dudoso y más de la mitad reclama formación específica para identificar bulos. No piden retirarse del mundo: piden herramientas para orientarse mejor. Piden transparencia, criterio y entornos digitales más seguros.
Este estudio nos recuerda que la desinformación es uno de los grandes desafíos que marcarán nuestra época. Su solución, por tanto, no puede recaer sólo en quien consume, ni sólo en quien informa, ni tampoco únicamente en quien regula. La responsabilidad, como casi todo lo que realmente importa, es compartida.
Porque una mentira nunca es únicamente un dato falso. Una mentira puede costar confianza, conversación y democracia. Pero cuando la verdad se trabaja, se acompaña y se defiende, sigue siendo un bien poderoso. Y, en tiempos de ruido, casi revolucionario.