Pues bien: para esto existe precisamente el naming. Para nombrar profesionalmente y marcar con el lenguaje lo que es singular y único.
Es una lástima que caigamos en este juego-trampa del lenguaje vulgar y que las palabras sean utilizadas inapropiadamente en las marcas, incluso por sus propios creadores. Ni la Torre Agbar (que, como mínimo, es lo que se merecería), ni el Cohete, ni el Lápiz u otros. Pues no… ¡el Supositorio! Lo mismo ocurre con el Pirulí en Madrid y otros despropósitos. ¿Es todo ello necesario?.
Aunque los nombres sean más o menos graciosos, no deben quitar valor al propio activo. También los nombres de edificios son singulares y pueden tener un relevante rol urbano, innovador, social y humano, antes que machacarlos con un lenguaje grotesco que va en detrimento de la marca, la compañía o la ciudad que lo alberga. ¿Por qué nadie vigila esto?.
¿Se imaginan un tipo de nombre así para La Sagrada Familia en Barcelona, la Torre Eiffel en París, el Big Ben en Londres, el Empire State o las malogradas Twin Towers en Nueva York? Todos debemos cuidar la imagen que, como ciudad o compañía, estamos dando al mundo y al turismo. Forman parte del propio skyline de una ciudad y nos enaltecen o nos arruinan.
El naming es llamar las cosas por lo que representan, simbolizan o prometen. También para un edificio (y sino, ¡que se lo expliquen a los hoteles!). Dejar un edificio a la altura de un supositorio es un sonado despropósito. Creo que Barcelona se merece algo mejor. De nosotros depende.