Y eso que, en definitiva, el buen nombre de un producto o compañía es su propia reputación expresada en una sola palabra. Toda una proeza y un reto.
El caso reciente del festín de nombres en las cajas y los bancos, como lo fue en su día la burbuja de Internet, son ejemplos extremos de cómo se está tratando y manejando el tema del naming en las empresas. Además de la improvisación, observamos problemas semánticos, de comunicación, jurídicos, lingüísticos, estratégicos, falta de distintividad, etc., etc. ¿No se podían haber previsto? Pocos se libran de los desaguisados que vemos día a día. Son oportunidades perdidas muy valiosas. El nombre es el corazón de una marca. Inspira sus discursos, mensajes y narrativas. Sobrevive a generaciones. Siempre está presente: es 24×7 y aparece en cualquier mensaje, contacto o expresión de la marca. Dejar un elemento de identidad de este calibre en manos de brainstormings o votaciones internas del personal, de diseñadores o de creativos inexpertos de diverso pelaje, parece, cuanto menos, poco responsable o recomendable. Incluso acaba siendo un reto respetable para los gerentes más avezados. No insistiré: nos sobran los ejemplos. Es como querer que un electricista sea técnico en sistemas informáticos o pretender que un médico del centro de Asistencia Primaria juegue a ser cirujano cardíaco… Cada uno debe hacer lo suyo. Y bien hecho. Es lo que toca y es lo que hoy hace falta. Y, desde luego, que se nota y se ve.
Francesc Arquimbau es socio director de Nombra.