El no ser yo coleccionista, ni galerista, ni experto, sino llevado hasta allí por la curiosidad y la necesidad de actualizarme provocó el que me parara ante el estand de El País a explorar la obra de los artistas cubanos Los Carpinteros.
Me resultaba familiar en lo conceptual y muy cercano a lo publicitario.
Esa oficina ingrávida y caótica, no se sabe si por la ausencia de gravedad o un fenómeno poltergeist, reunía las condiciones de llamar la atención y ser un producto efímero como cualquiera otro de consumo. Tuve la sensación de estar ante un anuncio del periódico.
Se me ocurre que el arte puede evolucionar a producto de marketing y, por tanto, a objeto expuesto a ser comercializado, y es posible que algún día reciba como encargo desarrollar el story board para un spot de 20 segundos destinado a vender una obra de arte marca Chillida, Pollock, Picasso, etc.
Nunca me he sentido a gusto con la etiqueta de director de arte que rezaba en mis tarjetas de visita profesionales. ¿De arte? A diferencia de mi trabajo como creativo publicitario especializado en comunicación visual, siempre consideré el arte un lenguaje universal conducente a la sublimación de la comunicación con el objetivo de perfeccionar el espíritu del ser humano y perdurar durante generaciones.
Y el, o la artista como creadores de SU obra, alejados de la servidumbre de venderla a un público objetivo como si de una mercancía o una inversión se tratara.
Ahora, Urroz casi ha conseguido reconciliarme con el apellido… de arte.
Eduardo Oejo es asesor de Comunicación Visual.