Frisando los ocho añitos, mi talante zascandil me impelía a puñetear a las niñas del barrio, y mi abuela solía repetirme que si por accidente dejaba tuerta a alguna tendría que casarme con ella o ponerle un quiosco. Admito que la perspectiva de ligar mi destino al de una cíclope no me inquietaba tanto como la de tener que pasar por el altar a tan temprana edad, y confiaba en que, llegado el caso, mi señor padre se aviniese a financiar la alternativa. Al ir creciendo fui captando la proverbial placidez de la vendedora del quiosco de prensa cercano a mi casa, lo que me hizo entender la sabiduría que encerraba el dicho. Tener un quiosco era fantástico. Eran tiempos en los que ciertas inversiones aseguraban un futuro sin sobresaltos. Curiosamente, la actividad discográfica estaba aún marcada por el halo romántico de la inestabilidad; el business musical parecía en España algo como de hijos malotes y repetidores, cuando en realidad se iba consolidando como negocio seguro, rentable y ya no tan creativo.
Llegó Internet, y el mp3, y todo se trastocó. Las discográficas contemplaban impotentes la debacle, pero sus ejecutivos, decididos a no abandonar el quiosco para salir a trabajar, se conjuraron para defender los derechos de autor, emplazando a lobbys y a gobiernos a poner puertas al campo. Y cuando parecía que nadie era capaz de ofrecer un modelo alternativo viable, a unos suecos se les ocurre la gran idea: ¿por qué descargar aquello que puedes oír donde quieras y cuando quieras? Y nace Spotify, sistema multiplataforma para escuchar cualquier canción en streaming, cuyas modalidades premium (10 cochinos euros mensuales) y free (gratis con publicidad), hábilmente combinadas, pueden ser el modelo definitivo para que los ejecutivos de las discográficas vuelvan al rancio calorcillo del brasero en su pequeño –pero seguro– quiosco. Casi que me alegro.